Cuando hablamos del desierto, es común que imaginemos la nada. Un espacio vacío entre los valles verdes y el mar. El desierto para muchos es una simple pausa, para otros es como una interminable película en la que el protagonista finalmente muere de sed. Agobiante.
Si le preguntas a la mayoría de los chilenos que conozco, te van a recomendar conocer el sur y sí, lo entiendo, el sur de Chile tiene árboles enormes que quizás nunca has visto, lagos de agua azul, montañas y volcanes gigantes. El sur es hermoso, una apuesta segura; pero el desierto, es un gusto inesperado.
Hace varios años tuve la idea de meterme en lo profundo del desierto de Atacama y conocer lo que era un secreto en el medio de los cerros: Las Lagunas de Colores y especialmente La Laguna Roja. Algunas personas hablaban de ellas y encontramos unos pocos datos en internet de gente que había ido, pero no había direcciones muy claras. Las Lagunas de Colores eran sólo un punto rojo que se veía en el mapa satelital de Google, pero con eso, al menos ya sabíamos más o menos donde estaban.
La única idea cierta era que después de volar a Iquique, teníamos que arrendar un auto 4X4 y llegar hasta el pueblo de Camiña. No fue hace mucho tiempo, pero nuestros celulares aún no tenían mapa con GPS y la señal se cortaba apenas te alejabas de una antena, lo que transformaba el viaje en una aventura.
La Laguna Roja y sus dos hermanas, La Amarilla y La Verde están a unos 200 km. de Iquique y a unos 65 km. de Camiña, en la localidad de Mulluri. Su principal atractivo es que su agua es roja como la sangre y según la leyenda esto ocurría porque estaba habitada por el diablo. Lo que dicen los pocos estudios que hay sobre ella, es que son sus algas las que tiñen el suelo de rojo y que ese efecto visual hace que parezca un mar de sangre.
Camiña (que en idioma aymara puede significar morada o resistencia) es un pueblo de cuentos: pequeñas casa escondidas entre cerros rojos, una iglesia, una escuela y una residencial para los pocos visitantes. Cuando llegamos, notamos que gran parte de sus habitantes todavía hablaban el aymara, que aún comían charqui con papa y que extrañamente casi ninguno había ido a las lagunas.
Desde este pueblo hasta ellas, hay que recorrer unas 3 horas, por caminos de tierra angostísimos y llenos de curvas. Me causaba mucha gracia y miedo tener que tocar la bocina a cada momento, porque no cabían dos autos en la ruta a la vez. Quizás una moto hubiera sido más tranquilizadora, pero aún no existía Stasher para poder dejar nuestro exceso de equipaje. Afortunadamente entre el pueblo y las lagunas, ningún auto se cruzó, sólo unos viejitos que hacían dedo e iban desde una choza al lado del camino o otra choza de más allá, igual de teñida por la tierra que la suya.
Después de perdernos un par de veces, de cruzar un río (que ahora sabemos era el Caritaya) y de pasar algunos caseríos abandonados, ya estábamos ahí. Al llegar a las lagunas se crea el extraño efecto que tienen algunos lugares mágicos del mundo, ese en el que no ves nada, nada, nada y de pronto estás tan cerca que tu cerebro no entiende cómo ni cuándo apareció lo que ves. Estábamos solos entre el mar rojo, el amarillo y el verde. Sin duda una de las cosas de la naturaleza más impactantes que he visto.
La laguna más grande es La Roja, le sigue La Verde y luego La Amarilla, se desconoce qué tan hondas son y cuál es la temperatura de sus aguas profundas. Desde que dejaron de ser un secreto y el Gobierno supo de su existencia en el año 2009, no se han estudiado demasiado y siguen siendo un misterio.
Sin duda las cosas han cambiado mucho desde que fui a esas lagunas, ahora incluso puedes contratar un tour desde Iquique, que por unos 130 USD te lleva a conocer estas maravillas escondidas, además de los petroglifos y pinturas rupestres de Chillaiza (una localidad cercana). También puedes ir por tu cuenta, arrendando un vehículo desde Iquique y conociendo a tu ritmo el corazón del desierto de Atacama. Si puedes hacerlo, no dudes en ir, porque independientemente de que el diablo habite o no en ellas, algo de tu alma queda ahí para siempre.
Todos las fotos de ese viaje se perdieron y aunque me da pena, para consolarme, a veces pienso que el desierto se las llevó, para así poder conservar al menos un año más el “secreto” de las Lagunas de Colores.
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